La Muerte y la Resiliencia

En menos de dos meses he tenido dos grandes perdidas: la de uno de mis mejores amigos a causa de un cáncer (https://lessahogo.org/el-duelo/) y la de una vecina que nos robó tanto el corazón, que le tomamos la palabra del apodo “abuelita Zulay”. 

Su muerte fue repentina, tanto que de 24 horas, al menos 18 sigo en shock. La ví por última vez un jueves en la tarde, estaba aparentemente perfecta. Saludo a “su nietecita” y en broma me dijo: “primero saluda a la nieta y luego a la mamá.” Conversamos sobre los planes para su despedida porque el 3 de noviembre “nos abandonaba” para irse 3 meses a visitar a su hija en Costa Rica. No nos pudimos despedir; el viernes nos abandonó para siempre, de la nada, de manera aún inexplicable. 

He vivido muchas muertes a lo largo de mi vida, cada una me ha hecho más fuerte y he aprendido a llevar una relación cada vez más sana con el duelo (también les hablé de eso –https://www.instagram.com/p/B0eF0vWnYNq/), pero si ha habido un catalizador en esta relación con el duelo ha sido mi hija. Por ella tengo que estar bien, pero sin prohibirme estar triste. En este post (https://www.instagram.com/p/B1UBaGenWn-/ ) les hable sobre mi postura al respecto. Me impresiona cómo he aprendido a reconocer mi tristeza una vez empiezo a sentirla, observarla pero sin perderme en ella, cómo me procuro espacios para llorar, pero también procuro espacios para retomar mi bienestar, por y para ella, y para y por mí.

Esto no solía ser así, al menos no cuando enfrenté la última muerte que fue la de mi primo -una muerte también abrupta-. En esa ocasión me enfermé de cosas que ni sabía que existían a tal gravedad que por primera vez en mi vida terminé hospitalizada por una enfermedad. 

Hoy, en contraste, he podido detenerme a observarme y saber cuándo estoy al borde del precipicio que lleva a un dolor profundo incontrolable. Me detengo a tiempo. Lloro, vivo el dolor, pero no me permito hacerme daño. Busco inspiración. No manteniendo la mente ocupada, esto no me sirve. Puedo hacer mil tareas del hogar, por ejemplo, pero entonces la mente da vueltas una y otra vez a la pérdida vs. cuando hago cosas que me gustan o me rodeo de personas positivas. 

Un ejemplo fue el día siguiente de la muerte de la abuelita Zulay: estaba en mi casa, lugar en el que tanto compartí con ella, y sentía que no podía parar de pensar. Veía el edificio gris, se sentía el vacío. Sabía que si me quedaba en casa me hundiría en la tristeza y no me podía permitir eso, así que me arreglé, me maquillé lo más que pude para tratar de tapar las horas de desvelo reflejadas en mis ojeras, combinados con ojos muy rojos e hinchados por llorar; me vestí guapa y salí: lo más maravilloso pasó. Diosito me puso en el camino a personas amorosas, alegres, simpáticas, a muchos bebés repletos de vida y muchas pero muchas risas. Endorfinas directo al corazón. ¡Me recargué!

Causalmente, me dijeron: abrázate y dite: GRACIAS, TE QUIERO, TE AMO, sin saber ni siquiera que yo estaba triste por algo (No lo demostré). Lo hice. Me dije: gracias por traerte hasta aquí y sacarte de la casa y de la tristeza. Gracias por cuidarte y procurar tu bienestar. Gracias por ponerte guapa después de tanto. Gracias por pensar en tu hija y ser tan buena mamá. Te quiero, TE AMO. 

La maternidad cambia la vida. A mi me cambió. Puedo decir que soy una mujer mucho más elevada, consciente, sana y responsable emocionalmente. Con fallas, claro, con aspectos que aún debo mejorar en otras áreas. Pero mi hija con tan sólo 4 meses ya me enseñó a cómo llevar no uno, sino dos duelos a la vez, sin perder el balance. Siendo capaz de sonreír y de levantarme con ánimos y fortaleza para continuar. De sentirme agradecida e infinitamente afortunada porque recibimos amor de estas personas tan mágicas que Diosito ya quería a su lado. Ya no me da miedo vivir el duelo, lo vivo, no sé si siempre será así, pero en este momento así ha sido, y entiendo que si alguna ventaja tiene vivirlo es el enseñarnos a honrar y a valorar la presencia y las enseñanzas de esas personas que ya no están por siempre, y a aprender a ser resiliente. No vivirlo significaría sumergirme en un espiral negativo que quizá no afecte ahora, pero sin duda, como toda herida abierta, en algún momento saldrá a flote.

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